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Entrevista a refugiados: “En Siria si no matás te matan”

* Entrevista realizada en febrero 2017*


“Marhaba”, dije antes de golpear una de las únicas puertas de metal que hay en Sounion, un campo para refugiados sirios en Grecia. Es la habitación 15, allí viven Anwar y su familia hace un año. Son las cuatro de la tarde, ella me invita a pasar, no tiene puesta la hiyab. “Mi marido no está, está en la habitación de unos amigos”, me dijo. Aquel lugar no tiene más de tres por tres metros, tres camas de una plaza, cada una con su frazada de ACNUR, la agencia para refugiados de la ONU,  y algunas maderas que hacen de estantes. Me siento en una cama mientras Anwar prepara “Chai”, el té. Ussaid y Mohammed, sus hijos, miran videos en una Tablet con la pantalla rota. No tardan en acercarse y empezar a jugar a mí alrededor. La puerta se abre.


-¿Con azúcar?, no me vas a decir que sos como la mayoría de los europeos que toma sin nada.

-Tres de azúcar, por favor.


Minutos después ya tengo el té en mis manos, y un plato con dos porciones de tortas distintas, una de coco y otra de chocolate y naranja. “Las cociné para vos”, me dice sonriendo. 

Anwar y su hijo en Sounion

Al fin nos sentamos a hablar. Anwar habla muy bien inglés, dice que aprendió en las películas. Además, tres veces por semana va a clases de inglés que se dictan en el campo.

En Siria vivía en un departamento de un primer piso en Homs. Antes de que empezara la guerra se había recibido de fisioterapeuta. Su marido era profesor de matemática y, sin duda, su vida era muy distinta a la que les toca vivir hoy.


En 2011, cuando empezó la guerra empezó su propio emprendimiento, junto a un colega: Un local de fisioterapia. Ocho meses después tuvo que cerrarlo, y se dedicó a la casa y a su familia. Con el avance de la guerra la situación fue empeorando. “Había semanas que pasábamos sin electricidad ni agua corriente, entonces teníamos una batería de auto donde conectábamos algunas cosas”.


Las bombas y los sonidos propios de la guerra eran constantes. Una bomba llegó a destruir una de las casas del edificio donde vivían. “Al principio tenés miedo, pero después te acostumbrás a la guerra”, dice con cara de resignación.


A Homs, Daesh, como ellos llaman a ISIS, todavía no había llegado, pero eso no implicaba que la población no corriera peligro. Las primeras semanas del mes de febrero 2016 llegó a su casa una convocatoria para que Rami Rafai, su marido, fuera a alistarse en el ejército sirio. Ese fue el punto final.


Mohammed y Ussaid no paran de correr y de reírse alrededor de su mamá, que a diferencia de ellos, las lágrimas se le juntan en los ojos. “Te traigo otro pedazo de torta”, me dice levantándose y tratando de escaparse de la situación. Me pide el plato y lo vuelve a llenar.

“Yo no puedo imaginar a mi marido matando a alguien más, o muerto”, relata volviendo a meterse en la historia que habíamos dejado pendiente. Los ojos se le vuelven a nublar. “Es que en Siria si no matás te matan”


El 16 de febrero fue el día en que todo empezó a cambiar. Anwar, Rami y sus dos hijos salieron de su casa con dos mochilas que iban, en su mayoría, llenas de cosas para los niños. Y sobre todo, de esperanzas.  Caminaron por montañas y bosques, cada uno con una mochila y un nene en brazos, hasta que llegaron al primer destino: Turquía.


Durante cinco días estuvieron en Turquía en la búsqueda de su llave hacia Europa: un “smuggler”, o contrabandista. Que, a cambio de una módica cantidad de dinero, los subiría a una bota que los dejaría lejos de la guerra, del otro lado del mar. El 21 de febrero a las 6 de la tarde, Anwar y su familia se encontraron con un smuggler. Pagaron 1100 euros y lo que les costaron los chalecos salvavidas. A las 7 se subieron a un bote, con otras 60 personas: 40 adultos y 20 niños. Hasta el agua era más segura que la tierra.


“Perdoname por cómo me pongo, son muchos recuerdos”, intenta disculparse mientras mira para otro lado y una lágrima se le escapa y cae por su mejilla.


Durante tres horas estuvieron a la deriva en el mar. “Por suerte el agua estaba tranquila esa noche y no tuvimos problemas”, recuerda. El miedo la sobrepasaba, pero sabía, o suponía, que viajaba hacia una vida mejor.


A las 10 am llegaron a Lesbos. Ahí la Cruz Roja los rescató, les dio ropa seca y los llevó hasta un campo de refugiados donde, con suerte, pasarían unos pocos días. Allí dormían en una carpa para 10 personas. Tenían que esperar hasta que saliera un barco hacia la otra frontera griega. Así que pasaron dos días en aquel lugar hasta que un barco los llevó a Salonik y de ahí a Khirsu, el campo donde se quedarían. 


“Era fines de febrero de 2016, todavía invierno y hacía frío”, recuerda. “El campo estaba lleno e insectos, no había agua caliente y dormíamos en carpa”, sigue describiendo el lugar que más adelante definirá como el mismo infierno. Khirsu está controlado por el ejército griego. Ellos le brindan a los refugiados comida y elementos de higiene. 


Allí estuvieron dos semanas, o 20 días, Anwar no lo recuerda. “Llega un momento en que dejas de contar”. En aquel, campo todos esperaban por irse, algunos más ansiosos que otros, pero todos esperaban.


“Yo no voy a quedarme acá, voy a ir a Atenas a buscar un mejor lugar para vivir”, recuerda haberle dicho a su marido que temía por sus hijos y le enojaba lo arriesgado de su mujer.  Así fue como terminaron en un bus camino a Atenas. “Desde ahí en adelante fue todo suerte”, me dijo ya con otro semblante. En destino conocieron a Michel Natarus, un hombre que los ayudó a conseguir un hotel, ya que con pocos documentos era difícil encontrar uno donde los aceptaran, pero no tenían mucho dinero como para quedarse más de una noche. 

Esa noche vieron en la tv del hotel un programa que hablaba de Sounion, un campo de refugiados al sur, bastante diferente al lugar en el que ellos habían estado. “Apenas lo vimos llamamos a Michel y le pedimos ayuda para llegar. Nos dijo que su hermano había trabajado ahí y que al día siguiente nos iba a llevar”, otra vez la suerte estaba de su lado.


Al día siguiente, después de dos horas de viaje, llegaron a Sounion. En la puerta los recibió el comandante del campo, quien allí está a cargo. Conoció su historia y los dejó entrar.Desde ese día viven en la misma habitación.


En Sounion recibe 240 euros por mes, por los cuatro integrantes de la familia, además de la habitación, tienen calefacción y comida. “No es mucho pero tengo cama, electricidad, comida y agua caliente, no puedo pedir más”, dice agradecida y ya con una sonrisa en el rostro. 


Se hace un silencio, y antes de seguir recorro la pieza una vez más con la mirada. Sobre un viejo modular hay una tele de no más de 14 pulgadas


-Ha también tenés tele

-Sí, pero no anda. Cuando llegamos no teníamos nada, de a poco nos vamos armando

Sigo un poco más y sobre unos inventados estantes veo un libro azul de tapadura con arabescos dorados.

-¿Ese es el Corán?

-Si

-¿Está ahí arriba por algo?

-Porque es el único lugar al que los chicos no llegan- Me dice riendo mientras agarra a Ussaid y lo recuesta entre sus piernas.


Anwar sueña con viajar a Irlanda o Dinamarca, donde vive uno de sus ocho hermanos. Ella es la más chica de los nueve. Hoy todos están en un lugar del mundo distinto. En el campo, ACNUR tiene un programa de re locación de refugiados pero ella, quien forma parte del programa dice que es aleatoria y que hay que tener suerte. 

Cat, voluntaria del campo, ayudando a Anwar a hacer su CV

La menor de los 9 hermanos, tiene tres en Siria, dos en Alemania, uno por viajar, uno en Dinamarca y uno en Jordania. “Mis hermanos en Siria me dicen que la situación es la misma, que ahora hay un poco más de miedo porque Isis está cerca, pero también sé que ellos no me cuentan todo  para que no me asuste”. Sin embargo, ella no quiere que sus hermanos tomen su misma decisión y se escapen:“Es algo por lo que no querés que pase nadie que te importa”. Además, insiste en que si no fuera por Rami y sus hijos nunca se hubiera ido. “Tengo un curso en primeros auxilios, sé que puedo ayudar”


“A veces me siento estúpida por la vida que les estoy dando a mis hijos”, me dice mientras mira al más pequeño entre sus piernas y las lágrimas vuelven a aparecer entre sus ojos.

Todos los refugiados de Sounion tienen la posibilidad de salir a buscar trabajo. Lo cierto es que, tanto el idioma, como la cultura y la islamofobia, a veces son un impedimento y pocos logran conseguir uno. “Yo traté de buscar trabajo, pero con la hiyab es muy difícil, como que nos tienen miedo, pero no puedo culparlos”.


-Si pudieras hacer que el mundo entero te escuchara ¿Qué les dirías?

Mírennos con empatía, nadie sabe quién puede ser el próximo y si te toca a vos, vas a desear tener una mano que te ayude.


Nos miramos en silencio, le sonrió y le agradezco por todo.

-Es bueno que alguien nos quiera es cuchar, gracias a vos.


Me levanto despacio, Ussaid ya se durmió. Anwar me abre la puerta. Yo me voy, ella se queda esperando que alguien más escuche su voz.

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